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El combustible fósil se postula como la energía de transición entre el carbón y las renovables para reducir la contaminación, pero la falta de datos fiables del metano que emite genera recelo sobre su viabilidad ante los ecologistas. 

La reciente demanda de 14 Estados norte­americanos contra la Agencia de Protección Medioambiental (EPA, en inglés) de su propio país por ignorar la obligación legal de controlar las emisiones de metano en la industria energética trasciende las fronteras estadounidenses y aviva el ya acalorado debate entre los defensores y detractores del papel del gas natural como la mejor alternativa para la descarbonización y, por ende, para luchar contra el calentamiento global. El gas contamina menos que el carbón, es cierto, pero sigue siendo un combustible fósil y emite importantes dosis de metano a lo largo de todo su recorrido vital, desde que se extrae hasta que se quema.

En el último decenio, sobre todo, el uso del gas natural se ha convertido en la bandera de muchas industrias, Gobiernos y expertos para hacer frente a la creciente demanda de energía en el mundo y, al mismo tiempo, reducir las emisiones de dióxido de carbono a la atmósfera durante la etapa de transición hacia un mundo mayoritariamente impulsado por energías limpias y renovables. Sin embargo, las agencias y grupos medioambientales siempre han temido que tanto entusiasmo por el gas acabe retrasando la expansión de energías como la solar o eólica. Y hoy, observando el indisimulado desprecio del presidente Donald Trump por las políticas de protección medioambiental, esos temores parecen más fundados. EE UU es el mayor productor de gas del mundo y estará en el podio de los mayores exportadores en los próximos 20 años, según la Agencia Internacional de la Energía (AIE).

El gas natural está en auge en todo el planeta. La demanda global aumentará en los próximos cinco años un 1,6% anual y China absorberá casi la mitad de ese incremento. Las cinco grandes petroleras del mundo occidental (ExxonMobil, Chevron, Shell, BP, Total) están apostando por el gas natural para compensar en el futuro el más que probable decrecimiento de las ventas de petróleo. Como ha dicho en varias oportunidades el presidente de la francesa Total, Patrick Pouyanné, “en 35 años la empresa producirá y distribuirá más gas que petróleo”. La industria ha sido testigo de grandes operaciones de compra o fusión de compañías, sobre todo de medianas y pequeñas del fulgurante negocio del gas de esquisto en EE UU. Gracias a estas explotaciones y la carrera por producir cada vez más gas licuado, el mercado hierve, tanto desde el punto de vista de volumen de intercambios como del potencial uso del carburante. Todos estos movimientos, toda esta carrera por el gas se produce casi en el mismo momento en que el máximo responsable de la EPA, Scott Pruitt —uno de los funcionarios más cuestionados de la Administración de Trump—, no para de anunciar medidas para rebajar los controles ambientales aprobados en los últimos ochos años. Y esto ha puesto aún más en alerta a los ecologistas.

“Es verdad que Trump intenta desmantelar el sistema de protección medioambiental que durante años se ha construido sobre la base de campañas de concienciación, de presión sobre los legisladores y de demandas judiciales; pero no es tan fácil hacerlo. Siempre habrá un tribunal donde dar la batalla”, señala Jonathan Banks, asesor principal de políticas medioambientales de Clean Air Task Force (CATF), una organización sin fines de lucro con sede en Boston respaldada financieramente por donaciones y trabajos para otras entidades no gubernamentales. “Además, los espacios que EE UU deje en la lucha contra el calentamiento global lo ocuparán otros países como Canadá, Noruega, Reino Unido o los de la Unión Europea, que tienen muchos proyectos en marcha para combatir la polución, y, dentro de estas iniciativas, está la de reducir las emisiones de metano de toda la cadena del gas natural”.

El gas natural es en sí mismo sobre todo metano, y cuando éste escapa a la atmósfera es un potente generador del efecto invernadero, mucho más que el dióxido de carbono. La diferencia fundamental es que se disuelve más rápido. Un estudio de la revista de la Academia Nacional de Ciencias de EE UU (PNAS), citado en innumerables artículos sobre el tema, cifra en un 6% el porcentaje de fuga de metano de la cadena de producción del gas, con lo que una planta de producción eléctrica de gas contribuiría más al calentamiento global que una de carbón durante los primeros 25 años de operaciones. Tras ese tiempo, gracias a la velocidad de desaparición del metano, la de gas natural contaminaría mucho menos. Otras mediciones, como la de la propia agencia medioambiental estadounidense, rebajan esas fugas en la cadena de valor del gas al 3%, con lo que el impacto del gas es aún menos dañino.

El problema con los datos de las fugas de metano es que son muy aproximados y, por tanto, no lo suficientemente fiables como para hacer un cálculo exacto. Para esto es tan importante el compromiso de la industria energética como de las autoridades medioambientales. Desde el sector de las compañías, por ejemplo, destaca un documento firmado a finales de 2017 por ocho grandes grupos energéticos, entre ellos el español Repsol, junto a organismos internacionales como Naciones Unidas y ONG para vigilar y reducir las emisiones de metano. La mayoría de estas empresas son parte del proyecto Oil and Gas Climate Iniciative (­OGCI), con sede en Londres. El organismo incluye a una decena de petroleras (Shell, Repsol, Statoil, BP, Eni, Total, Saudi Aramco, Pemex, CNPC y Reliance) que han decidido financiar dos grandes estudios sobre las fugas de metano en toda la cadena del gas, uno a cargo del Imperial College de Londres y el otro de la ONU. El primero de estos trabajos, con el que se diseñará una hoja de ruta para que la industria rebaje más y más rápido las emisiones de metano, estará listo para finales de año, según Julien Perez, director de estrategia y políticas de la OGCI.